Para entender la violencia de estado en Oaxaca, si es que hay alguna forma de entender la violencia y el asesinato impune
Las raíces
María Dolores París Pombo*
La región Triqui Baja, ubicada en la Mixteca Oaxaqueña, lleva varios años de conflicto político entre grupos que luchan por el control de las comunidades y la recepción de recursos económicos del gobierno. Estos enfrentamientos han provocado centenares de muertes y el desplazamiento forzado de más de la mitad de la población triqui hacia otras zonas de México y a Estados Unidos. Desde mediados de los noventa, el conflicto se ha caracterizado por los asesinatos y los enfrentamientos armados entre el Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT) y la Ubisort. En enero de 2007, disidentes de ambas organizaciones crearon el Municipio Autónomo de San Juan Copala (MASJC) con el propósito de pacificar la región a través de un gobierno indígena que se rigiera por usos y costumbres, sin la intervención de los partidos y organizaciones políticas. Como en muchas zonas del país, en la triqui han reinado la total impunidad, la ausencia del estado de derecho y el abandono por parte de las instituciones estatales y federales.
La falta de justicia en casi todos los asesinatos y los permanentes hechos de violencia han transformado la región en un territorio sin ley, donde los derechos humanos se violan cotidianamente y existe un verdadero clima de terror.
A pesar de la notable ausencia de las instituciones federales y estatales que deberían brindar los servicios básicos, la región Triqui Baja no carece de recursos públicos. Al contrario, durante los últimos años se ha visto inundada por millones de pesos canalizados a través del MULT y de la Ubisort. Estas agrupaciones gobiernan cada una a varios barrios de Copala con la connivencia y el respaldo político del gobierno del estado, con las armas y el control total del presupuesto que llega a “sus” comunidades, ya sea a través de las agencias municipales o bien directamente a los líderes.
En septiembre de 2003, en una entrevista que realicé en el barrio de Rastrojo a Rufino Merino, dirigente del MULT, éste me presumió que el gobernador acababa de entregarle más de 15 millones de pesos para la pavimentación de la carretera de Putla a Juxtlahuaca, que cruza toda la región y que actualmente es intransitable.
Por otro lado, de acuerdo con documentos de la Secretaría de Desarrollo Social, en ese mismo año recibió también del Programa Oportunidades casi 18 millones de pesos, más que cualquier otra organización en el estado de Oaxaca, incluyendo las oficiales. Cabe señalar que, a diferencia de otras regiones rurales donde el programa opera con la entrega de becas a las madres de familia, en la región triqui las agencias municipales “recogen” la totalidad de los apoyos monetarios y hacen uso de ellos de acuerdo con sus propias prioridades.
El apoyo del gobierno del estado a los grupos paramilitares se hizo evidente en 2003, cuando el MULT fundó el Partido de Unidad Popular. El PUP, presentado por sus dirigentes como el primer partido político indígena del país, es sobre todo una experiencia más de las prácticas de manipulación y división del voto opositor y de la cooptación de los movimientos sociales por parte de las élites priistas en Oaxaca.
En efecto, uno de los artífices principales del nuevo partido estatal fue el hoy exgobernador José Murat. Por otro lado, la posición privilegiada que adquirió Unidad Popular como interlocutor de los triquis con el gobierno estatal no hizo más que agravar la situación de violencia en el área. Algunos dirigentes del MULT-PUP marginaron o expulsaron de la dirección política del movimiento a líderes reconocidos como “dirigentes naturales” de sus comunidades y armaron a grupos paramilitares para reprimir el ascenso de jóvenes líderes.
El aislamiento del conflicto en la región triqui y la retirada de las instituciones sociales han permitido la imposición de una verdadera dictadura del MULT-PUP y de la Ubisort-PRI. En las comunidades controladas por cada una de estas organizaciones armadas, todos los habitantes son considerados como “bases” de apoyo y obligados –bajo amenazas de multas, golpes o asesinatos– a participar en las movilizaciones e incluso en los choques armados. Además de disponer de recursos millonarios, las agrupaciones de la zona triqui están poderosamente armadas, y regularmente son surtidas de municiones y nuevo armamento. Apenas en febrero de este año, habitantes de San Juan Copala que habían huido hacia Juxtlahuaca burlando el cerco de la Ubisort denunciaban que los líderes de esta organización acababan de recibir un fuerte cargamento de armas AK-47 y R-15 y cientos de cartuchos, procedentes de Santiago Juxtlahuaca.
Las declaraciones de los gobiernos estatal y federal, así como la cobertura que hacen muchos medios de comunicación sobre los asesinatos y masacres en las regiones indígenas, enfocan siempre el supuesto “carácter ancestral” de los conflictos y las llamadas “luchas intercomunitarias”.
El Estado parece librarse así de cualquier responsabilidad en lo que debiera ser su función primordial: garantizar los derechos y la seguridad de todos los ciudadanos. En efecto, igual que en el caso de la llamada “guerra contra el narco”, lo que priva es la culpabilización de las víctimas: se matan entre ellos; lo han hecho por siglos; este impulso al crimen y a la confrontación armada es parte de su naturaleza…
Sin embargo, el pueblo triqui se ha caracterizado, antes que nada, por su trayectoria histórica de movilización por la defensa de sus derechos y de su identidad, de resistencia contra el dominio racista y la explotación. Como lo muestra Francisco López Bárcenas en su libro San Juan Copala, dominación política y resistencia popular. De las rebeliones de Hilarión a la formación del municipio autónomo, el mito del triqui violento por naturaleza ha sido alimentado por una de las raíces más profundas del conflicto: el racismo, continuamente expresado en los discursos de los políticos, administradores, servidores públicos y, sobre todo, de los medios de comunicación. Las élites regionales han construido un discurso de desvalorización, de desprecio del triqui, que ha logrado incluso convertirse en sentido común entre los mestizos y en buena parte de la población mexicana.
Estos discursos racistas han permitido minimizar la violencia endémica y silenciar la connivencia de las autoridades gubernamentales en los crímenes que se cometen en el área. A principios de febrero, causó noticia el asesinato de 10 personas en un poblado triqui, San Miguel Copala, en medio de una disputa entre el MULT y
la Ubisort por el control de la agencia municipal. La mayoría de las víctimas eran habitantes del poblado, entre ellas el agente municipal, pero también murió un ingeniero que realizaba trabajos en la zona para la Comisión Nacional del Agua. En esas fechas, se intensificó el acoso contra el municipio autónomo por parte de un grupo armado dirigido por Rufino Juárez. El 20 de abril, algunos medios dieron cuenta del asesinato de Celestino Hernández (del municipio autónomo), cometido por un miembro de la Ubisort plenamente
identificado por la comunidad.
Hoy las víctimas son defensores de derechos humanos, activistas sociales con amplio reconocimiento a nivel nacional y observadores internacionales. Por primera vez en meses, el sitio paramilitar de San Juan Copala se convierte en noticia internacional y ocupa las portadas de los periódicos nacionales. Cuando se sabía del asesinato de Alberta Cariño Trujillo y de Jyri Antero Jaakkola –originario de Finlandia–, y mientras que varias personas – entre ellas un belga y un italiano– seguían desaparecidas, el 28 de abril Ulises Ruiz declaraba con una frialdad impresionante a los medios de comunicación que nada tenían que hacer los “extranjeros” en esta región, y expresaba su determinación de investigar, eso sí, a través de la Procuraduría General de Justicia del Estado, la calidad migratoria con la que esas personas se encontraban en México.
El total cinismo del gobernador equivale sólo al de Rufino Juárez, dirigente de la Ubisort, quien tras haber amenazado con la afirmación de que detendría a toda costa la caravana, indica ahora que los culpables son las autoridades del sitiado municipio autónomo.
Pero ese cinismo ha sido alimentado por la impunidad. En efecto, la criminalización de la protesta social, la represión armada y el asesinato han sido la marca del gobierno de Ulises Ruiz Ortiz. Este gobernador, uno de los más sangrientos de México, está a punto de concluir su gestión sin que pese sobre él ningún proceso penal. Sin embargo, la Comisión Civil Internacional de los Derechos Humanos documentó en un informe 62 asesinatos por cuestiones políticas en Oaxaca entre junio de 2006 y abril de 2008, y la Suprema Corte de Justicia de la Nación responsabilizó al gobernante por las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el conflicto con la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) en 2006. Sin la presión de la sociedad civil nacional e internacional, de los organismos internacionales y de gobiernos de otros países, privará sin duda una vez más la impunidad. ●
*Investigadora del Departamento de Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte
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