yer, en el contexto de su visita oficial a Estados Unidos, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, depositó una ofrenda floral ante la Tumba del Soldado Desconocido, en el cementerio de Arlington, Virginia, en homenaje a los soldados mexicano-estadunidenses muertos en campañas militares de Estados Unidos
. El gobernante rompió así el veto tácito, mantenido a lo largo de los sexenios anteriores, que impedía a un jefe de Estado mexicano visitar ese sitio. El motivo de esta reserva simbólica estuvo siempre a la vista: en Arlington están enterrados elementos militares estadunidenses que participaron en las diversas agresiones armadas perpetradas por el vecino país del norte contra el nuestro, incluidas aquellas por medio de las cuales Washington arrebató a México algo más de la mitad de su territorio, así como los criminales e injustificables ataque y ocupación del puerto de Veracruz (abril-noviembre de 1914).
Si bien es cierto que la geografía y la economía hacen pertinente y necesario, en el periodo actual, la construcción de una relación bilateral fluida, productiva y hasta cordial, no por ello debe olvidarse que Estados Unidos ha sido, desde hace dos siglos, la principal amenaza a la seguridad nacional y el más prominente responsable de agravios contra la soberanía y la integridad mexicanas.
Una visita de Estado a Arlington equivale, pues, a aceptar ofensas por las cuales nunca se ha expresado una disculpa ni ofrecido compensación. Para colmo, el gesto era innecesario si se considera que durante las pasadas cinco décadas ha sido posible desarrollar vínculos cada vez más estrechos con el gobierno del país vecino sin recurrir a la concesión realizada ayer por Calderón.
Tan improcedente como ese acto protocolario es la determinación de rendir homenaje a los soldados de origen mexicano caídos en las guerras estadunidenses
, toda vez que, con ello, el gobierno de México da su aprobación a tales empresas bélicas, invariablemente contrarias al derecho internacional, violatorias de las soberanías nacionales y de los derechos humanos. En Arlington están enterrados los soldados estadunidenses muertos en Panamá, en Afganistán y en Irak, por mencionar sólo las más significativas aventuras militares de décadas recientes, todas ellas tan teñidas de atrocidad y de espíritu de rapiña como las lanzadas por Washington contra nuestro país en los siglos XIX y XX.
Por lo demás, es inevitable ver en la presencia de Calderón en Arlington un episodio más de claudicación a la soberanía, el más reciente en lo que constituye una pauta claramente definida: la firma de la Iniciativa Mérida, por medio de la cual se dio potestad a agencias y cuerpos militares estadunidenses a inmiscuirse en asuntos internos, así fuera por medio de asesorías, trabajo de inteligencia y suministro de armas, pertrechos y vehículos; el empeño calderonista por entregar partes sustanciales de la industria petrolera, que por mandato constitucional es propiedad y actividad exclusiva de la nación, a empresas trasnacionales, muchas de ellas estadunidenses, y la deplorable decisión, anunciada en marzo pasado y vigente desde mayo, de renunciar a la visa mexicana como requisito para ingresar al territorio nacional y aceptar, en su lugar, el documento análogo emitido por el gobierno de Estados Unidos. Además, anteayer, cuando Calderón se encontraba en Washington, las autoridades mexicanas pidieron el auxilio de la DEA y la FBI en la investigación en torno a la privación ilegal de la libertad sufrida por Diego Fernández de Cevallos. Con esa petición, los funcionarios mexicanos encargados de la procuración de justicia y de la investigación de delitos no sólo admiten en forma tácita su incapacidad, sino subrayan la actitud clasista y discriminatoria que los gobiernos federal y queretano han mantenido en torno al plagio del político panista: hasta ahora, semejante cesión de soberanía no se había realizado por ninguna de las víctimas inocentes de la descontrolada violencia en la que ha desembocado la guerra contra la delincuencia organizada
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