domingo, 22 de agosto de 2010

El imperio contraataca (y pierde)


Estados Unidos / Venezuela

Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez


Introducción

La política estadounidense hacia Venezuela ha adoptado muchos giros tácticos, pero el objetivo ha sido siempre el mismo: derrocar al Presidente Chávez, invertir el proceso de nacionalización de grandes empresas, abolir los consejos comunitarios y sindicales de base y devolver al país a la situación de Estado cliente.

Washington financió y respaldó políticamente un golpe militar en el año 2002, un cierre patronal en los años 2002-2003, un referéndum e infinidad de tentativas de medios de comunicación, organizaciones políticas y ONG para socavar el régimen. Hasta el momento, todos los esfuerzos de la Casa Blanca han sido un fracaso; Chávez ha ganado una y otra vez en elecciones libres, ha conservado la lealtad del ejército y el respaldo de la inmensa mayoría de la población urbana y rural más pobre, de las abultadas clases trabajadoras y de las clases medias empleadas en el sector público.

Washington no ha cejado ni se ha resignado a aceptar el gobierno electo del Presidente Chávez. En cambio, con cada derrota de sus colaboradores en el interior del país, la Casa Blanca ha ido adoptando cada vez más una estrategia «externa», erigiendo un «cordón militar» poderoso con el que rodea a Venezuela con una presencia militar a gran escala que abarca toda América Central, el norte de Sudamérica y el Caribe. La Casa Blanca de Obama respaldó un golpe militar en Honduras que derrocó al gobierno elegido democráticamente del Presidente Zelaya (en junio de 2009), aliado de Chávez, y lo sustituyó por un régimen títere que apoya las políticas militares de Washington contra Chávez. El Pentágono consiguió establecer siete bases militares en el este de Colombia (en 2009), que miran a la frontera venezolana, gracias a su gobernante cliente, Álvaro Uribe, el célebre presidente narco-paramilitar. A mediados de 2010 Washington suscribió un acuerdo sin precedentes con la aquiescencia de la Presidenta derechista de Costa Rica, Laura Chinchilla, para destacar a 7.000 soldados de combate estadounidenses, 200 helicópteros y docenas de buques apuntando hacia Venezuela, con el pretexto de la persecución del narcotráfico. En la actualidad, Estados Unidos está negociando con el régimen derechista del Presidente de Panamá, Ricardo Martinelli, la posibilidad de reabrir una base militar en la antigua zona del canal. Junto con la IV Flota que patrulla las costas, 20.000 soldados en Haití y una base aérea en Aruba, Washington ha cercado a Venezuela por el oeste y el norte, estableciendo zonas de lanzamiento de tropas para una intervención directa si se dan las circunstancias internas favorables.

La militarización de la política de la Casa Blanca hacia América Latina, y hacia Venezuela en particular, forma parte de su política global de confrontación e intervención armada. Sobre todo, el régimen de Obama ha ensanchado las miras y el alcance de las operaciones de los escuadrones de la muerte clandestinos que hoy día operan en 70 países de cuatro continentes, ha aumentado la presencia bélica estadounidense en Afganistán en más de 30.000 soldados, más otros 100.000 mercenarios a sueldo que actúan atravesando las fronteras para penetrar en Pakistán e Irán, y ha suministrado material y proporcionado apoyo logístico a terroristas armados iraníes. Obama ha intensificado la provocación con maniobras militares en las costas de Corea del Norte y en el Mar de China, lo que ha suscitado protestas de Pekín. Igualmente revelador es el hecho de que el régimen de Obama ha incrementado el presupuesto militar en más de un billón de dólares, a pesar de la crisis económica, el monumental déficit y los llamamientos a la austeridad y los recortes en la Seguridad Social y otros seguros sanitarios como Medicare o Medicaid.

Dicho de otro modo: la actitud militar de Washington hacia América Latina y, en especial, hacia el gobierno socialista democrático del Presidente Chávez forma parte de una respuesta militar general hacia cualquier país o movimiento que se niegue a someterse al dominio estadounidense. Se plantea entonces una pregunta: ¿por qué la Casa Blanca recurre a la alternativa militar? ¿Por qué militariza la política exterior para obtener resultados favorables ante una oposición firme? La respuesta reside en parte en que Estados Unidos ha perdido casi toda la influencia económica que sí ejercía anteriormente y le permitía derrocar o someter a los gobiernos rivales. La mayor parte de las economías asiáticas y latinoamericanas han alcanzado cierto grado de autonomía. Otras no dependen de las organizaciones económicas internacionales donde Estados Unidos ejerce influencia (FMI, Banco Mundial), pues obtienen préstamos comerciales. La mayoría han diversificado sus pautas comerciales y de inversión y han ahondado en otros vínculos regionales. En algunos países, como Brasil, Argentina, Chile o Perú, China ha sustituido a Estados Unidos como principal socio comercial. La mayor parte de los países ya no busca la «ayuda» estadounidense para estimular el crecimiento, sino que trata de forjar iniciativas conjuntas con empresas multinacionales, a menudo radicadas fuera de Norteamérica. Washington ha recurrido cada vez más a la opción militar hasta el punto de que retorcer el brazo económico de los países ha dejado de ser una herramienta efectiva para garantizar la obediencia. Washington ha sido incapaz de reconstruir sus instrumentos de palanca económica internacionales hasta el extremo de que la élite financiera estadounidense ha vaciado al sector industrial del país.

Los fracasos diplomáticos estrepitosos derivados de su incapacidad para adaptarse a las transformaciones fundamentales del poder global también han impulsado a Washington a abandonar las negociaciones políticas y comprometerse con la intervención y la confrontación militares. Los legisladores estadounidenses todavía viven congelados en las décadas de 1980 y 1990, la época de apogeo de gobernantes clientes y saqueo económico, cuando Washington recibía respaldo mundial, privatizaba empresas, explotaba la financiación de la deuda pública y apenas encontraba obstáculos en el mercado internacional. A finales de la década de 1990, el auge del capitalismo asiático, las revueltas masivas contra el neoliberalismo, el ascenso de regímenes de centro-izquierda en América Latina, las reiteradas crisis económicas, las grandes caídas de los mercados de valores de Estados Unidos y la Unión Europea y el aumento de los precios de las mercancías desembocó en una reordenación del poder global. Los esfuerzos de Washington por desarrollar políticas en sintonía con las décadas anteriores entraban en conflicto con la nueva realidad de la diversificación de los mercados, las potencias emergentes y los regímenes políticos relativamente independientes vinculados a nuevas masas de electores.

Las propuestas diplomáticas de Washington de aislar a Cuba y a Venezuela fueron rechazadas por todos los países latinoamericanos. Se rechazó la tentativa de reactivar acuerdos de libre comercio que privilegiaran a los exportadores estadounidenses y protegieran a su productores no competitivos. El régimen de Obama, decidido a no reconocer los límites del poder diplomático imperial ni a moderar sus propuestas, recurrió cada vez más a la opción militar.

La lucha de Washington por reafirmar el poder imperial a través de una política intervencionista no ha dado muchos mejores resultados que sus iniciativas diplomáticas. Los golpes de Estado respaldados por Estados Unidos en Venezuela (2002) y Bolivia (2008) fueron derrotados por la movilización popular masiva y la lealtad del Ejército a los regímenes vigentes. Asimismo, en Argentina, Ecuador y Brasil, los regímenes post-neoliberales respaldados por las élites industriales, mineras y del sector agrícola exportador y por las clases populares lograron hacer retroceder a las élites pro-estadounidenses neoliberales arraigadas en la política de la década de 1990 y anteriores. La política de desestabilización no consiguió desplazar la construcción de políticas exteriores relativamente independientes de esos nuevos gobiernos, que se negaron a regresar al viejo orden de la supremacía estadounidense.

Donde Washington ha recuperado terreno político con la elección de regímenes políticos derechistas, lo ha conseguido gracias a su capacidad de aprovecharse del «desgaste» de la política de centro-izquierda (Chile), el fraude político y la militarización (Honduras y México), la decadencia de la izquierda popular nacional (Costa Rica, Panamá y Perú) y la consolidación de un Estado policial enormemente militarizado (Colombia). Estas victorias electorales, sobre todo en Colombia, han convencido a Washington de que la alternativa militar, unida a la intervención y la explotación profundas de los procesos electorales abiertos, es el modo de frenar el giro a la izquierda en América Latina; sobre todo en Venezuela.

La política estadounidense hacia Venezuela: Aunar tácticas militares y electorales

Los esfuerzos de Estados Unidos para derrocar al gobierno democrático del Presidente Chávez adoptan muchas de las tácticas ya aplicadas contra adversarios democráticos anteriores. Entre ellas se encuentran las incursiones en las fronteras de fuerzas militares y paramilitares colombianas semejantes a los ataques transfronterizos de la «contra» financiada por Estados Unidos para debilitar al gobierno sandinista de Nicaragua en la década de 1980. La tentativa de cercar y aislar a Venezuela se asemeja a la política llevada a cabo por Washington en la segunda mitad del siglo pasado contra Cuba. La canalización de fondos hacia grupos, partidos políticos, medios de comunicación y ONG opositores a través de agencias estadounidenses y fundaciones «ficticias» es una reedición de la táctica empleada para desestabilizar al gobierno democrático de Salvador Allende en Chile entre los años 1970-1973, al de Evo Morales en Bolivia entre los años 2007-2010 y a muchos otros gobiernos de la región.

La política de Washington de acometer múltiples vías está orientada hacia una escalada de la guerra de nervios a base de intensificar incesantemente las amenazas para la seguridad. Las provocaciones militares, en parte, son una «prueba» de los dispositivos de seguridad de Venezuela concebida para sondear los puntos débiles de su defensa terrestre, aérea y marítima. Este tipo de provocaciones también forma parte de una estrategia de desgaste, cuyo objetivo es obligar al gobierno de Chávez a poner a sus tropas defensivas en «alerta» y movilizar a la población para, a continuación, reducir provisionalmente la presión hasta el próximo acto de provocación. La intención es desautorizar las alusiones constantes del gobierno venezolano a las amenazas con el fin de debilitar la vigilancia y, cuando lo permitan las circunstancias, asestar el golpe oportuno.

La acumulación militar de Washington en el exterior está concebida para intimidar a los países del Caribe y América Central que pudieran tratar de establecer relaciones económicas más estrechas con Venezuela. La demostración de fuerza también está concebida para fomentar la oposición interna a las acciones más agresivas. Al mismo tiempo, la actitud de confrontación se dirige contra los sectores «débiles» o «moderados» del gobierno chavista que están ansiosos e impacientes por la «reconciliación», aun pagando el precio de realizar concesiones sin escrúpulos a la oposición y al nuevo régimen colombiano del Presidente Santos. La presencia militar creciente está concebida para ralentizar el proceso de radicalización interna y para evitar el fortalecimiento de los lazos cada vez más estrechos de Venezuela con Oriente Próximo y otros regímenes contrarios a la hegemonía estadounidense. Washington está apostando a que una escalada militar y una guerra psicológica que vincule a Venezuela con movimientos insurgentes revolucionarios como la guerrilla colombiana desembocarán en el distanciamiento de los aliados y amigos latinoamericanos de Chávez con su régimen. Igualmente importantes son las acusaciones sin fundamento vertidas por Washington según las cuales Venezuela alberga campamentos guerrilleros de las FARC, cuya intención es presionar a Chávez para que reduzca el apoyo que presta a todos los movimientos sociales de la región, incluido el de los campesinos sin tierra de Brasil, así como las organizaciones no violentas de derechos humanos y los sindicatos de Colombia. Washington busca la «polarización» política: Estados Unidos o Chávez. Rechaza la polarización política existente hoy día que enfrenta a Washington con el MERCOSUR, la organización para la integración económica en la que junto a Venezuela participan Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, en sintonía con los pertenecientes a ALBA (una estructura de integración económica en la que participan Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador y algunos otros Estados caribeños).

El factor FARC

Obama y el actual ex Presidente Uribe han acusado a Venezuela de brindar un santuario para las guerrillas colombianas (las FARC y el ELN). En realidad, se trata de una argucia para presionar al Presidente Chávez para que denuncie o, como mínimo, reclame que las FARC abandonen la lucha armada con las condiciones impuestas por los regímenes estadounidense y colombiano.

Contrariamente a los alardes del Presidente Uribe y el Departamento de Estado estadounidense, según los cuales las FARC son un residuo decadente, aislado y vencido del pasado como consecuencia de otras campañas contrainsurgentes victoriosas, un estudio de campo minucioso realizado por un investigador colombiano,La guerra contra las FARC y la guerra de las FARC, demuestra que en los dos últimos años la guerrilla han consolidado su influencia en más de un tercio del país, y que el régimen de Bogotá controla solo la mitad del país. Después de sufrir derrotas importantes en 2008, las FARC y el ELN han avanzado de forma sostenida durante los años 2009 y 2010 causando más de 1.300 bajas militares el año pasado y, seguramente, casi el doble este año (La Jornada, 8 de junio de 2010). El resurgir y el avance de las FARC revisten una importancia fundamental en lo que se refiere a la campaña militar de Washington contra Venezuela. También reflejan la posición de su «aliado estratégico»: el régimen de Santos. En primer lugar, demuestran que, pese a los más de 6.000 millones de dólares de ayuda militar estadounidense a Colombia, su campaña contra la insurgencia para «exterminar» a las FARC ha fracasado. En segundo lugar, la ofensiva de las FARC abre un «segundo frente» en Colombia, lo que debilita toda tentativa de emprender la invasión de Venezuela utilizando Colombia como «trampolín». En tercer lugar, ante una lucha de clases interna cada vez más intensa, es probable que el nuevo Presidente Santos trate de aliviar las tensiones con Venezuela con la esperanza de reubicar tropas destacadas en la frontera con su vecino para destinarlas a la lucha con la creciente insurgencia guerrillera. En cierto sentido, a pesar de los recelos de Chávez contra la guerrillas y los llamamientos expresos para poner fin a la lucha guerrillera, el resurgir de los movimientos armados seguramente es un factor fundamental para debilitar las perspectivas de una intervención encabezada por Estados Unidos.

Conclusión

La política de múltiples vías de Washington encaminada a desestabilizar al gobierno venezolano ha sido contraproducente en general, ha sufrido fracasos importantes y cosechado pocos éxitos.

La línea dura contra Venezuela no ha conseguido «recabar» ningún apoyo en los principales países de América Latina, con la excepción de Colombia. Ha aislado a Washington, no a Caracas. Las amenazas militares quizá hayan radicalizado las medidas socioeconómicas adoptadas por Chávez, no las han moderado. Las amenazas y acusaciones procedentes de Colombia han fortalecido la cohesión interna en Venezuela, excepto en el núcleo duro de los grupos de oposición. También han llevado a Venezuela a mejorar sus servicios de inteligencia, policía y operaciones militares. Las provocaciones de Colombia han supuesto una ruptura de relaciones y un descenso del 80 por ciento del comercio transfronterizo multimillonario, dejando en la quiebra a infinidad de empresas colombianas, a las que Venezuela sustituye con importaciones agrarias e industriales procedentes de Brasil y Argentina. Los efectos de las medidas para intensificar la tensión y la «guerra de desgaste» son difíciles de ponderar, sobre todo en términos del impacto que hayan podido causar sobre las próximas elecciones legislativas del 26 de septiembre de 2010, de crucial importancia. Sin duda, el fracaso de Venezuela a la hora de regular y controlar la afluencia multimillonaria de fondos estadounidenses hacia sus socios venezolanos en el interior han causado un impacto importante en su capacidad organizativa. No cabe duda de que el empeoramiento de la economía se ha dejado sentir en la restricción de gasto público para nuevos programas sociales. Asimismo, la incompetencia y la corrupción de varios altos cargos chavistas, sobre todo en el ámbito de la distribución pública de alimentos, en la vivienda y en la seguridad, tendrán consecuencias electorales.

Es probable que estos factores «internos» influyan mucho más a la hora de dar forma a la distribución del voto en Venezuela que la política de confrontación agresiva adoptada por Washington. Sin embargo, si la oposición pro-estadounidense aumenta de forma sustancial su presencia legislativa en las elecciones del 26 de septiembre (hasta superar un tercio de los miembros del Congreso), tratará de bloquear los cambios sociales y las políticas de estímulo económico. Estados Unidos redoblará sus esfuerzos para presionar a Venezuela con el fin de que desvíe recursos hacia asuntos de seguridad con el fin de mermar los gastos socioeconómicos que sustentan el apoyo del 60 por ciento más pobre de la población venezolana.

Hasta el momento, la política de la Casa Blanca basada en una mayor militarización y prácticamente ninguna iniciativa económica novedosa ha sido un fracaso. Ha animado a los países latinoamericanos más extensos a acrecentar su integración económica, como atestiguan los nuevos acuerdos aduaneros y arancelarios adoptados en la reunión de MERCOSUR de principios de agosto de este año. No ha supuesto la disminución de las hostilidades entre Estados Unidos y los países de ALBA. No ha aumentado la influencia de Estados Unidos. En cambio, América Latina ha avanzado en la consolidación de una organización política regional nueva, UNASUR (que excluye a Estados Unidos), bajando de categoría a la Organización de Estados Americanos, a la que Estados Unidos emplea para impulsar sus planes. Las únicas luces que brillan a lo lejos, por ironías del destino, proceden de los procesos electorales internos. El candidato derechista José Serra está realizando una carrera firme para las próximas elecciones presidenciales brasileñas. En Argentina, Paraguay y Bolivia, la derecha pro-estadounidense se está reagrupando con la esperanza de regresar al poder.

Lo que Washington no logra comprender es que en todo el espectro político que comprende desde la izquierda hasta el centro-derecha, a los dirigentes políticos les espanta el impulso y el fomento estadounidense de la alternativa militar, y se oponen a que constituya el elemento central de la política. Prácticamente todos los líderes políticos tienen recuerdos desagradables del exilio y la persecución del ciclo anterior de regímenes militares respaldados por Estados Unidos. El autoproclamado alcance territorial del Ejército estadounidense, que opera desde sus siete bases en Colombia, ha ensanchado la brecha existente entre los regímenes democráticos centristas y de centro izquierda y la Casa Blanca de Obama. En otras palabras: América Latina percibe la agresión militar estadounidense hacia Venezuela como un «primer paso» en dirección sur para llegar también a sus países. Junto al impulso hacia una mayor independencia política y la diversificación de los mercados, eso ha debilitado las tentativas diplomáticas y políticas de Washington de aislar a Venezuela.

El nuevo Presidente Santos de Colombia, hecho con el mismo molde derechista de su predecesor Álvaro Uribe, se enfrenta a un dilema espinoso: continuar siendo un instrumento de confrontación militar y desestabilización estadounidense de Venezuela a costa de varios miles de millones de dólares en pérdidas comerciales y aislamiento del resto de América Latina, o aliviar las tensiones e incursiones fronterizas desembarazándose de la retórica de la provocación y normalizando las relaciones con Venezuela. Si sucede esto último, Estados Unidos perderá la última herramienta de su estrategia exterior de alimentar las «tensiones» y la guerra psicológica. A Washington le quedarán dos opciones: una intervención militar directa y unilateral o financiar una guerra política a través de sus colaboradores en el interior del país.

Mientras tanto, el Presidente Chávez y sus partidarios harían bien en concentrarse en sacar a la economía de la recesión, aplacar la corrupción del Estado y la ineficacia monumental y capacitar a los consejos comunitarios y fabriles para que desempeñen un papel más relevante en todos los aspectos, desde el incremento de la productividad hasta la seguridad pública. En última instancia, la seguridad de Venezuela a largo plazo frente a los tentáculos largos y penetrantes del imperio estadounidense depende de la fuerza de la organización de las agrupaciones de masas que sustentan el gobierno de Chávez.

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