domingo, 20 de junio de 2010

DIAS DE GUARDAR



Monsi, ciudadano comprometido
(Editorial de La Jornada)
E
n los malos tiempos que se abaten sobre el país, la muerte de Carlos Monsiváis, El Monsi –como le decían afectuosamente sus amigos, sus conocidos y sus incontables lectores desconocidos– resulta doblemente desoladora. Cualquiera en el que México hubiera tenido que despedirlo habría sido un mal momento, pero el actual es el peor imaginable para perder a una de sus inteligencias más éticas, generosas y comprometidas con las gestas sociales, a su principal cronista, a un intelectual particularmente lúcido y agudo, al crítico más implacable de los desfiguros del poder.
A lo largo de su vida, Monsiváis registró, con humor, rigor y una suerte de erudición de los terrenos inexplorados de la sociedad, las formas de relación y las prácticas de identidad de la población urbana de la segunda mitad del siglo XX y, sin hacer con ello un retrato complaciente, las presentó como maneras de resistencia o, cuando menos, de compensación frente a la desigualdad, la corrupción y el abuso.
Al mismo tiempo, Monsi dedicó su pluma a la crítica de la cerrazón política oficial; la tragicómica ineptitud de los funcionarios; la prepotencia y los atropellos de un sistema político sin contrapesos formales; la insultante frivolidad de los grupos que se han ido transfiriendo el control de las instituciones, con o sin el aval de la voluntad popular; la connivencia entre los anteriores y los poderes fácticos del dinero y del músculo mediático; el clericalismo rústico y, en años recientes, la inocultable conformación de una clase política-empresarial que es a la vez mandante y mandataria, y responsable principalísima del desastre nacional que hoy padecemos.
Más allá de la innovación formal, de la conversión de usos coloquiales en gran literatura, de la observación aguda en la que se hermanan la mirada del barrio con la tradición conceptista, el sentido central de la vida y de la obra de Monsiváis reside en la subversión verbal y textual frente al poder del gobierno, de la televisión, de las trasnacionales, de la jerarquía eclesiástica, de las corporaciones priístas, de la publicidad, de la venalidad, de la arrogancia, de la ambición, de la miopía y de la insensatez.
No cabe llamarse a engaño: con motivo del proceso electoral de 2006, Monsiváis señaló que un poder entronizado por el dinero a raudales habría de terminar sometido a los designios del mandato económico y advirtió sobre los riesgos de la violencia ideológica de la derecha. Vistos en retrospectiva, esos señalamientos adquieren la condición de una denuncia profética.
El sentido de orfandad es, pues, doblemente arduo en el momento actual, cuando la inteligencia constituye un déficit generalizado; cuando se confunde Estado con Ejército, política con encuestas de popularidad, y opinión pública con opinocracia; cuando el sentido de país está ausente de las decisiones que aún pueden ser adoptadas en las cúpulas políticas y económicas; cuando el cinismo y el pragmatismo extremos dejan de ser motivos de vergüenza y se convierten en actos de lucimiento; cuando el designio arbitrario, la violencia armada y la ley del más fuerte parecen ser los únicos sucedáneos de convivencia civilizada y de régimen republicano.
Signo de los tiempos: los factores de poder denunciados y desnudados por Monsiváis elogian, en estas horas amargas, a un personaje descafeinado, desprovisto de ideología, tolerante para con todo: casi a un intelectual de Estado, situado por encima de diferencias y fracturas sociales. Es obligado recordar, en tal circunstancia, que el escritor desaparecido fue siempre un ciudadano comprometido con las causas políticas, culturales y sociales de los marginados, de los discriminados, de los invisibles, de los de abajo, de los sin voz. Los homenajes póstumos de los poderosos parecen, pues, un ejercicio de hipocresía, que es como se denomina al tributo que el vicio rinde a la virtud.
Para la sociedad de abajo y para los ciudadanos de buena fe que aspiran a un país legal, justo, soberano, democrático e inteligente, el fallecimiento de Carlos Monsiváis es una noticia demoledora. Valga como pésame colectivo y compartido el compromiso de seguir encontrando, en su obra, razones para mantener vigentes esas aspiraciones.

Monsi
Carlos Payán
E

n la trinchera Monsi, siempre en la trinchera, del lado correcto de la guerra y de la vida, siempre escribiendo sin traicionarse él mismo y sin traicionar a los demás. En la trinchera Monsi, disparando dardos de ingenio, dardos de humor, llenos de inteligencia, envenenados contra todo dislate político y luegos sí, entró de frente a batirse con la huesuda, la Catrina de Posada que él tanto quería y que le amagó una vez, hiriéndolo apenas para acompañarlo durante una temporada y después dejarlo ir, solo para volver a embestirlo, esta vez definitivamente. Quién como él para morir disparando desde la trinchera, la de este lado, la nuestra; quién como él, escritor aguerrido, pensador juguetón y burletero, el mejor entre nosotros, el más certero, compañero del alma, compañero.

Carlos Monsiváis
José Emilio Pacheco
N

o puedo concebir un México sin la presencia ubicua de Carlos Monsiváis. Durante muchos años nos acostumbramos a leerlo, a escucharlo en conferencias por todas partes y en programas de radio, y a verlo en la televisión, a tal punto que parece imposible resignarse al nunca más.

Perdemos una conciencia crítica irremplazable. Nos queda, en cambio, una obra vastísima que empezó en Días de guardar (1970) y culminó enApocalipstick (2009), uno de sus grandes libros.

Fue valiente, lúcido, implacable. Estuvo siempre con las minorías y los oprimidos. Esto lo saben todos. Menos apreciada es su labor de crítico literario y, en particular, de poesía. Era un excelente lector poético y, tal vez, el último que se sabía poemas de memoria.

Para mí es una pérdida irreparable. Termina una amistad de medio siglo, pero no acaba la deuda muy grande con su inteligencia y agudeza. Estuvimos juntos en muchas partes, desde Estaciones en nuestra adolescencia hasta las revistas de este siglo XXI.

Lo descubrí en Medio Siglo, donde publicó dos ensayos deslumbrantes, uno sobre novela policial y otro acerca de ciencia ficción. Son obras de un adolescente de 18 años y sin embargo pueden leerse como si hubieran sido escritos anoche.

Ante su muerte sólo podemos leerlo y releerlo, y darle al fin el sitio que merece entre los grandes escritores mexicanos de todos los tiempos.


• El Museo de la Ciudad, insuficiente para la gran despedida
Hoy, homenaje de cuerpo presente en Bellas Artes
Periódico La Jornada
Domingo 20 de junio de 2010, p. 3
Carlos Monsiváis recibirá este domingo un homenaje de cuerpo presente en el Palacio de Bellas Artes, entre las 10 de la mañana y la una de la tarde. Posteriormente serán cremados sus restos, los cuales fueron velados anoche a partir de las 21:30 horas en el Museo de la Ciudad de México.
Transcurrieron horas para que por fin la presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA), Consuelo Sáizar, oficializara esa noticia, pues durante toda la tarde sólo se manejó como posibilidad y predominó la especie de que la familia del escritor estaba en desacuerdo con que el gobierno federal le rindiera tal homenaje.
Finalmente Sáizar se acercó adonde estaban apostados decenas de reporteros, camarógrafos y fotógrafos e hizo oficial lo del homenaje, en el cual, apuntó, espera que esté presente todo el pueblo de México. A pregunta expresa, dijo desconocer si asistirá el presidente Felipe Calderón.
Hasta antes de esa noticia, el único homenaje del que se tenía certeza plena era el que le rendirá este lunes el gobierno capitalino en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, si bien será ya con los restos del intelectual reducidos a cenizas.
Convertido en capilla ardiente, el Museo de la Ciudad comenzó a abarrotarse de amigos, intelectuales, artistas, funcionarios culturales, políticos, empresarios, activistas sociales y un numeroso contingente de periodistas, desde casi dos horas antes de que el féretro con los restos del escritor llegara al recinto y fuera colocado en el patio central del mismo, alrededor de las 21:30 horas, al lado de una enorme fotografía suya con un gato y en medio de largas ovaciones.
Fue escasa la presencia del pueblo, esa sociedad que el cronista hizo tantas veces visible en sus trabajos. Acaso fue por la hora en que comenzó la ceremonia fúnebre. Acaso por la lluvia que cayó de manera intermitente durante toda la tarde y noche. Acaso porque en ciertos momentos personal de seguridad del museo impidió el paso de forma inexplicable.
La primera guardia fue montada por la escritora Elena Poniatowska, la antropóloga Martha Lamas, el rector de la UNAM, José Narro Robles, y Rubén Sánchez Monsiváis, primo del autor, además de la secretaria de Cultura del Distrito Federal, Elena Cepeda, y Sáizar.
Permanecían en espera las escritoras Margo Glanz, Laura Emilia Pacheco, Cristina Pacheco, así como sus colegas José María Pérez Gay, Ignacio Solares, Sealtiel Alatriste y Federico Campbell; los historiadores Alejandra Moreno Toscano, Enrique Florescano, y los promotores culturales Ignacio Toscano y José Luis Paredes Pacho.
Uno de los momentos más estremecedores de la noche fue cuando el flautista Horacio Franco, después de montar guardia, de manera espontánea interpretó con su instrumento un par de piezas de un compositor holandés del siglo XVII, y la Pavana lágrima, de John Dowload.
Más adelante, el músico y activista gay, también de forma imprevista, tocaría un par de danzones: Rigoletito y Juárez, además de que, junto con el periodista Alejandro Brito, amigo y colaborador de Monsiváis, colocó sobre el féretro una bandera de la diversidad sexual, la del arco iris, sobre la cual varios minutos después sería extendido el lábaro patrio mexicano.


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