sábado, 6 de agosto de 2011

Para salir de esta pesadilla sólo tenemos que despertar

Para salir de esta pesadilla sólo tenemos que despertar

Jaime Avilés


Quienes afirman que
todos los legisladores son corresponsables de la violencia que nos ha destruido como país, pecan de soberbia. No pueden vestir con ese sambenito a los que ocuparon las tribunas del Congreso en 2008 para tratar de impedir la privatización de Pemex. Tampoco pueden meter en el saco universal de la culpa a quienes, trabajando discreta pero eficazmente en las comisiones de la Cámara de Diputados, han frenado la aprobación de la reforma laboral y las modificaciones a la Ley de Seguridad Nacional. Esos legisladores, que tienen rostro, nombre y apellido, representan al Movimiento de Regeneración Nacional y responden al liderazgo de Andrés Manuel López Obrador.

Es verdad que la actual legislatura es indefendible. En ella han entretejido intereses y nexos los representantes de todas las expresiones del neoliberalismo salinista. Sin embargo, se equivocan quienes al descalificar a esos usurpadores de la representación popular, condenan a arder en el fuego de su santa indignación la casa que los alberga, una tarea tan absurda como sería la de quemar una cama para acabar con las chinches.

No es hora de renunciar a la política aunque nos repugnen los políticos del sistema. Mucho menos es hora de estigmatizar al Poder Legislativo, como hace a diario la televisión, para desmovilizar a la gente. Es la hora de organizarnos como pueblo a todo lo largo y ancho del país, para ganar el Congreso. Ante la multiplicación de murallas, alambradas y fosos llenos de cocodrilos, que la olinarquía ha colocado en torno de la Presidencia de la República para que nadie se la arrebate, tal vez lo correcto en 2012 sea buscar la mayoría legislativa, para sentar las bases de un régimen parlamentario que ponga en marcha un auténtico proceso de liberación nacional.

Necesitamos actualizar nuestras definiciones. Lo que nos vendieron como la guerra de Calderón contra el crimen organizado, en realidad era una guerra encubierta que el gobierno de Estados Unidos lanzó contra el pueblo de México para despojarnos de nuestras inmensas riquezas naturales, arrebatarnos la poca soberanía que nos queda y dotar a los bandos en pugna –los cárteles y las fuerzas armadas– de poderes extraordinarios que ya escapan a toda forma de control social.

A cinco años del inicio del histórico plantón de Reforma, que trató denodadamente de evitar la tragedia que hoy vivimos, hoy resulta más que obvio que, a través de Calderón, la Casa Blanca nos impuso un régimen cívico-militar en la forma de una narcodictadura, que debemos analizar con la cámara Phantom para mejor comprenderla, resistirla y derrotarla.

Por el lado cívico nos cogobiernan las televisoras (que fabrican gobernantes y controlan el cuerpo y la mente de decenas de millones de personas), los grandes empresarios que no pagan impuestos y son dueños de casi todo, los políticos y policías que trabajan para ellos y las industrias que lavan los 50 mil millones de dólares anuales de la droga, que son la base de la economía del país.

A su vez, por el lado militar, coexisten, uniformados o no, quienes portando armas de grueso calibre y actuando al abrigo de la impunidad, andan por carreteras y ciudades matando, torturando y desapareciendo a personas indefensas, en un combate perpetuo, sin pies ni cabeza, pero con dos objetivos claros, por lo menos muy claros para el Pentágono. Uno, táctico –paralizarnos políticamente por medio del terror–, el otro, estratégico: diezmarnos como población.

Cuando al calor de la crisis del corralito en Argentina multitudes enardecidas repetían a diario, en violentas manifestaciones de protesta, que se vayan todos (los políticos en general), a la postre, los únicos que se vieron obligados a abandonar la escena pública fueron, irónicamente, los creadores de esa atractiva consigna, es decir, los escasos legisladores de la izquierda pura y dura, que efectivamente se fueron a sus casas mientras regresaban al poder los peronistas (esa fallida versión sudamericana del PRI).

Aquí, desde el movimiento de Javier Sicilia, voces respetables y queridas llaman a no votar en las elecciones del año próximo. Esto, afirman, despojaría de toda legitimidad a la clase política. Detengámonos a examinar esta idea. Para la gente de a pie, a la clase política pertenecen los ineptos fanfarrones del Poder Ejecutivo, los miembros del Congreso en ambas cámaras, los ministros de la Corte y su larga cauda de magistrados y jueces, los gobernadores y legisladores de los estados, los presidentes municipales y los dirigentes de los partidos, los levantacejas de la pantalla chica, los opinócratas de las cadenas radiofónicas, los obispos, cardenales y arzobispos, etcétera. ¿Vamos a dejar de votar para deslegitimarlos? No tiene sentido. Sería como tratar de rapar a Carlos Salinas de Gortari.

Además, también son parte de la clase política los activistas sociales, los militantes de los movimientos ciudadanos, las ONG, los periodistas del universo de papel impreso, los blogueros, los 300 mil que todo lo debaten a toda hora en Twitter y los ingenuos que participamos en los círculos de estudio de Facebook, como Fuera Orozco, que organiza el descontento contra la aliada de Elba Esther Gordillo en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, o Los gastos pendejos, que documenta las compras fraudulentas hechas por la Marina, el Ejército, la Policía Federal y demás dependencias gubernamentales a ciencia y paciencia de Calderón.

Para asombro de unos y malestar de otros, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha hecho suyos la agenda y el discurso de la nueva derecha que se pretendemodernizadora. Del brazo de Calderón, esa nueva derecha exige relección inmediata de los miembros del Poder Legislativo al mismo tiempo que los denigra, así como la incorporación de las candidaturas sin partido mientras amaga con el fantasma del voto nulo. ¿Cuál es su meta? ¿Que nada estorbe o entorpezca el cambio o de mandos en la cúpula de la narcodictadura? ¿Que al igual que en el estado de México el pueblo se mantenga al margen de las urnas y Calderón –haiga sido como haiga sido– se quede otros seis años, o bien le entregue el poder a Cordero, Don Beltrone o Peña Nieto, y el país siga igual, es decir, en el caos?

Dentro de 72 horas, probablemente, la historia de la humanidad entrará en una nueva etapa, que será inaugurada por un brutal desplome del dólar, si Obama no consigue aplazar la suspensión de pagos de Estados Unidos al FMI. Si el dólar deja de ser la moneda de referencia para todas las economías del planeta, vamos a experimentar muy emocionantes turbulencias en la ciudad, el país, el continente y el hemisferio donde estemos. En México se viven situaciones límites en todos los ámbitos: de represión desatada por los golpeadores de Esther Orozco contra los estudiantes de la UACM a la cólera de los vecinos de Tlalpan y Magdalena Contreras, provocada por la descarada corrupción de los delegados Higinio Chávez y Eduardo Hernández.

De la ira que sienten los habitantes de Nuevo León porque su gobernador se mudó a Texas, al pánico de los que viven en Veracruz por la creciente violencia de Los Zetas, la Marina y el Ejército. Del terror de los migrantes que van de Chiapas a Estados Unidos al nerviosismo de los más ricos entre los ricos que tiemblan pensando en que una nueva recesión en Estados Unidos agudizará en todo el orbe el estallido social. No, no es la hora de darle la espalda a la política, sino de cambiar de política y de políticos. Para salir de esta pesadilla sólo tenemos que despertar.

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