Terrorismo estatal e impunidad, Carlos Fazio /I
Y eso, amigas y amigos, empezó a crecer como un cáncer, como una plaga, como una plaga que se mete a una casa, que si uno no la corta a tiempo, se mete en todas las coladeras, en todas las recámaras, en todos los baños. Y esa plaga, amigas y amigos, esa plaga que es el crimen y la delincuencia, es una plaga que estamos decididos a exterminar en nuestro país, tómese el tiempo que se tenga que tomar y los recursos que se necesiten(fuente: Presidencia de la República).
De propia voz, la lógica de Calderón es la del exterminio de presuntos delincuentes. Sin límite de tiempo y utilizando los recursos que sean necesarios. Pero Calderón, al fin abogado, debería al menos respetar la Constitución. Y el Congreso debería obligarlo a que la cumpla; a que no se incline ante la fuerza y defienda, pura y simplemente, el poder civil, del cual presuntamente es el representante, así sea de manera espuria.
A la vez, como apuntábamos en nuestra entrega anterior, la obediencia a órdenes superiores, si esas órdenes violan las normas de la guerra, es considerada también un acto criminal. Los soldados, marinos y policías deberían saber que la responsabilidad de las atrocidades es individual, recae sobre quien las cometió. Para la justicia, en especial desde los juicios de Nüremberg, el soldado o policía que recibe órdenes de violar los derechos humanos o las normas de guerra no es un simple súbdito vinculado de manera servil a la obediencia de un mando superior, sino un ciudadano, un ser racional capaz de decidir, responsable de sus actos. Su responsabilidad –que no tiene parangón, dada su función pública, con la de un civil que comete los mismos delitos– se ve acrecentada porque la comunidad le delegó el cometido de garantizar el respeto de la ley. De allí que los militares y policías mexicanos violadores de derechos humanos deberían mirarse en el espejo argentino, donde las condenas a cadena perpetua impuestas a 11 represores el 27 de octubre hacen justicia a las víctimas de la guerra sucia de la dictadura militar.
Conviene recordar que, más allá de la función
de obtener información, la práctica de la tortura cumple un papel demostrativo, simbólico, al igual que las acciones de los comandos paramilitares y grupos de limpieza social. Mediante el uso de la tortura se busca quebrar
al prisionero, provocando su muerte moral o física, para demostrar la fuerza del Estado, lo que también opera como mensaje de advertencia y amenaza a toda la población. La experiencia histórica demuestra que la tortura sistemática es el primer paso para la institucionalización del terrorismo de Estado. Y hoy, cuando la tortura reaparece en México de la mano de los “operativos conjuntos” ordenados por el jefe del Ejecutivo, ésta es consentida por los otros poderes del Estado y aplicada sin mayores preocupaciones para su ocultamiento.
A manera de ejemplo, en el marco de las acciones del Ejército en Chihuahua y Michoacán, o de la Marina, en el caso Beltrán Leyva en Morelos, quedó exhibida la voluntad de difundir entre la población la arbitrariedad que ha adquirido el poder de coacción de las fuerzas armadas, un poder casi sin límites ni condicionamientos morales. Una violencia gratuita, además, que no guarda relación entre los objetivos a lograr en el marco de un (pregonado) estado de derecho –donde la misión debería ser disuadir o capturar criminales– y el grado de brutalidad empleado. Las torturas, mutilaciones, asesinatos y desapariciones no mantienen una relación proporcional al fin que el Estado declara perseguir de manera pública –la lucha contra la delincuencia–, volviéndose pura exhibición del poder absoluto, autocrático, del titular del Ejecutivo, a no ser que el Congreso, el Poder Judicial y la clase política parlamentaria avalen también el exterminio de presuntos criminales.
Si bien la responsabilidad de los integrantes de las fuerzas armadas en las violaciones de la ley y los derechos humanos no es homogénea, todos sus miembros conocen la existencia de tales prácticas ilegales degradantes, y al permanecer en la institución las aceptan y toleran. A la vez, la total impunidad de militares y policías es posible por la complicidad o tolerancia de amplios sectores de la clase política, en llamativo contraste entre el discurso en defensa de la legalidad y la integridad del Estado que realizan los gobernantes y los medios de difusión masiva conservadores y el virtual silencio que mantienen respeto de la ilegalidad estatal.
La retórica del enemigo interno a exterminar (Calderón dixit), que proporciona una falsa legitimidad basada en un seudopatriotismo –que exalta como héroes y representantes de la nación a militares y policías violadores de derechos humanos–, no está exenta de responsabilidades políticas. Una responsabilidad extensiva a los grupos económicos propietarios de los medios de difusión masiva, que aceptan ser vehículos de la propaganda de guerra oficial, y que al preparar a la opinión pública para justificar esa participación aun en condiciones ilegales y anticonstitucionales (incluida la práctica de la tortura como mal necesario
y el accionar de escuadrones de la muerte) legitiman la violencia estatal indiscriminada y alientan que la legalidad pueda ser violada sin consecuencias. Con un riesgo adicional: el recurso a la violencia ilegal por parte del Estado abre camino al golpismo.
Más allá de la responsabilidad de los militares que han violado de manera flagrante e impune los derechos humanos de cientos de connacionales –como acaba de ratificar el reciente informe de Human Rights Watch–, la responsabilidad mayor recae en el comandante en jefe de las fuerzas armadas, Felipe Calderón. Fue él quien decidió profundizar la “coadyuvancia” del Ejército y la Marina en la lucha contra la criminalidad y aceptó la estrategia de guerra irregular para combatir delitos del fuero común.
La declaración unilateral de combate a la criminalidad formulada en diciembre de 2006 colocó al país en los parámetros de una guerra civil. Entonces, ese hecho no tuvo una clara determinación jurídica. Pero conviene recordar que las fuerzas armadas no están formadas ni estructuradas para combatir el delito. Están instruidas, organizadas y estructuradas para defender la soberanía y la independencia nacionales, y el orden interno cuando es afectado por circunstancias tales que crean un estado de guerra. Los militares no empuñan las armas para reprimir un delito; para eso está la policía. Cuando el poder político recurre a los militares para “exterminar” a un enemigo interno, está reconociendo tácitamente el estado de guerra. Pero la lucha entre familias mafiosas o cárteles de la economía criminal, o el ataque de organizaciones delictivas a políticos y funcionarios del Estado como forma de presión o represalia, no son considerados actos de guerra.
Desde un inicio, el discurso estatal en la lógica de exterminio de los malos, y las formas equívocas en que fue difundido desde el gobierno y por unos medios masivos disciplinados a los usos y costumbres del poder, generaron ambigüedad, pero Felipe Calderón logró el objetivo de colocar “su” guerra –con la larga estela de ejecuciones sumarias, decapitados, torturados, desaparecidos y fosas comunes– como tema prioritario de la agenda pública.
La confusión deliberada entre esos dos planos de interpretación –guerra y delito– se ha mantenido constante durante sus cinco años de gestión, pero desde la llegada del dúo Obama/Clinton a la Casa Blanca arreciaron las presiones para asimilar las tácticas violentas de la delincuencia a las del terrorismo y la subversión política, como forma encubierta de criminalizar al enemigo como “narcoterrorismo” o “narcoinsurgencia” y preparar las condiciones para justificar la guerra sucia y el terrorismo de Estado. A la vez, el Estado se vio obligado a considerar la lucha contra la criminalidad como una forma de guerra irregular, dada la necesidad de introducir modificaciones jurídicas en la lógica de la seguridad nacional, preservando de paso el fuero militar, garante de la cuasi impunidad e inmunidad del estamento castrense.
A últimas fechas, la reticencia y oscilaciones del Estado a reconocer el carácter bélico del enfrentamiento contra algunas bandas criminales estuvieron determinadas por su naturaleza de exclusivo detentador de la autoridad pública y, por lo tanto, único competente para declarar una guerra, por constituir la autoridad legítima y prexistente sobre el territorio donde se desarrolla el conflicto. A mediados del año pasado, el cambio de “guerra” a “lucha por la seguridad pública” pudo haber estado determinado por la proximidad del fin del sexenio y el riesgo de que, al haber desarrollado una “guerra injusta”, Calderón pueda ser culpado de delitos contra la paz, al haber iniciado un conflicto sin motivos legítimos, o por haber violado las reglas de la guerra, lo que lo haría sujeto de ser juzgado como criminal de guerra.
La calificación de guerra “justa” o “injusta” remite a una antigua doctrina de origen filosófico y religioso, que comprende el jus ad bellum (el derecho de iniciar una guerra en presencia de una causa justa) y el jus in bello (el código de comportamiento bélico). La “guerra injusta” no posee una justa causa, pero no deja de estar sujeta a normas (consuetudinarias o positivas), que por lo general son las aceptadas por la convención de guerra vigente en su periodo histórico. No obstante, con frecuencia una guerra justa, regular o irregular, no respeta las normas. En ese sentido, predomina la visión de Clausewitz de que la guerra es esencialmente una actividad no sujeta a reglas, excepto aquellas que permiten alcanzar la victoria (que es entendida esencialmente como aniquilación del enemigo).
Los estados debaten esos problemas apoyándose en las teorías de los fines de la guerra, de los medios o instrumentos de guerra y de la proporcionalidad, teorías que forman parte del jus ad bellum y constituyen efectivas vallas de contención contra la “guerra total”. Clausewitz habla de “aniquilación del enemigo”. En la lógica del “exterminio de los malos” de Calderón, subyace no sólo la omisión gubernamental en el momento de definir a priori “la moderación en los fines y en los métodos de la guerra” (verbigracia, la tortura, la desaparición y la ejecución extrajudicial), sino también la violación de los derechos humanos por parte de las fuerzas armadas.
Norberto Bobbio agrega a lo anterior que la guerra sea moralmente lícita, lo que no significa que deba ser obligatoria. Y frente a la distinción entre “guerra justa” y “guerra necesaria”, sugiere que hay que apelar a la ética de la responsabilidad, fundada en la previsibilidad de los resultados.
Según Bobbio, “los gobernantes no pueden atenerse a la ética de las buenas intenciones y decir: la razón está de nuestro lado, por tanto, tenemos libertad de acción. Debe obedecer a la ética de la responsabilidad, valorar las consecuencias de sus propias acciones. Y estar preparados para renunciar a ellas, si estas acciones arriesgan producir un mal peor del que se quiere combatir. La reparación de la ofensa no puede volverse una masacre”. En el caso de Calderón, más de 50 mil muertes, 10 mil desaparecidos y miles de torturados lo condenan.
guerrade Felipe Calderón contra grupos de la economía criminal, el tránsito hacia un nuevo Estado de corte policiaco-militar ha estado sustentado, de facto, en medidas propias de un estado de excepción y prácticas de tipo contrainsurgente, mismas que han sido apoyadas y legitimadas desde los medios de difusión masiva bajo control monopólico –en particular los electrónicos– a través de la construcción social del miedo y la fabricación de enemigos míticos y elusivos que operan como distractores, tales como el populismo radical y el narcoterrorismo.
En forma paralela al acelerado proceso de militarización, paramilitarización y mercenarización del país, y de acuerdo con planes de alcances geopolíticos elaborados por sucesivos gobiernos de la Casa Blanca, el bloque de poder dominante ha venido imponiendo un reordenamiento capitalista del territorio mexicano que, con eje en megaproyectos contenidos en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el Plan Puebla-Panamá, la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (ASPAN) y la Iniciativa Mérida, incluye la tierra como mercancía y el saqueo de recursos (entre ellos petróleo, gas, agua, biodiversidad, minerales) por compañías multinacionales, de capital nacional y extranjero.
La violencia estructural es consustancial al sistema capitalista. Desde sus orígenes el capitalismo ha sido depredador y salvaje. Pero, según Walter Benjamin y Giorgio Agamben, desde la Primera Guerra Mundial el estado de excepción
devino en la regla. Para ambos, el estado de excepción
no es el que impone el poder soberano para suspender el estado de derecho y doblegar la rebelión que subvierte el orden establecido; se refieren al estado de excepciónpermanente
que sufren los oprimidos y las víctimas de la historia, incluso dentro del estado de derecho, que no de justicia.
Según Agamben, vivimos en el contexto de lo que se ha denominado una guerra civil legal
, forma de totalitarismo moderno que recurre al estado de excepción y que operó tanto para el régimen nazi de Adolfo Hitler como para los poderes de emergencia concedidos por el Congreso de Estados Unidos al presidente George W. Bush después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Una de las tesis centrales de Agamben es que el estado de excepción, ese lapso –que se supone provisorio– en el cual se suspende el orden jurídico, durante el siglo XX se convirtió en forma permanente y paradigmática de gobierno.
Para el filósofo italiano el estado de excepción contemporáneo no tiene como modelo la dictadura de la antigua Roma, sino imita a otra institución romana, eliustitium, suspensión de todo orden legal que creaba un verdadero vacío jurídico. El actual estado de excepción no tiene nada de constitucional, y al suspender toda legalidad deja al ciudadano a merced de lo que Agamben llama poder desnudo
. Estaríamos frente a un cambio de paradigma, donde la excepción hace desaparecer la distinción entre la esfera pública y la privada. En ese esquema, el estado de derecho es desplazado de manera cotidiana por la excepción, y la violencia pública queda libre de atadura legal. El nuevo paradigma de gobierno
que hace de la excepción la norma elimina toda distinción entre violencia legítima e ilegitima, con lo que queda pulverizada la noción weberiana del Estado.
Tras los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York, el repliegue democrático en Estados Unidos fue asombroso. Philippe S. Golub señaló que bajo la apariencia de un estado de excepción no declarado pero efectivo, al ordenar la guerra al terrorismo la administración Bush procedió a la demolición sistemática del orden constitucional, mediante un doble movimiento de autonomización y concentración de poder en el Ejecutivo y una marginalización de los contrapoderes. La forma de gobierno por decretos secretos y decisiones presidenciales arbitrarias devino práctica normal del Estado. Bush lanzó operaciones ilegales de espionaje interno y, arrogándose poderes extrajurídicos, pisoteó los tratados internacionales, legalizó la tortura, secuestró-desapareció presuntos terroristas y arrestó de manera indefinida y sin juicio a quienes fueron identificados como combatientes ilegales
, que, como los prisioneros del campo de concentración de Guantánamo, han sido mantenidos en un limbo
legal hasta el presente, apoyado por un sistema
judicial paralelo y secreto controlado por el Pentágono y la Casa Blanca.
Igual que en Auschwitz y otros campos nazis, donde lo que ocurría era algo más allá de lo que pudiera considerarse una bestialidad, bajo el estado de excepción permanente instaurado por Bush –y reproducido por Barack Obama y otros gobiernos occidentales en nombre de los imperativos de seguridad– se puede matar sin que signifique delito; por decreto. Agamben dice que en el capitalismo actual estamos sometidos a una nuda vida (vida natural) y expuestos a ser exterminados comopiojos
(tal como decía Hitler respecto de los judíos) por la biopolítica, debido a la creciente implicación de la vida natural del hombre en los mecanismos y cálculos del poder
.
Si el enemigo es tratado como no-persona, como bestia, se le puede exterminar a la manera de la solución final
nazi. Para Agamben el estado de excepción no es un accidente dentro del sistema jurídico, sino su fundamento oculto.
Hannah Arendt habló de la banalización del mal, en el sentido de una naturalización o normalización de acciones indudablemente criminales. Podríamos concluir que bajo el estado de emergencia permanente no declarado de Felipe Calderón –con sus decapitados, sus muertos torturados semidesnudos y sus fosas comunes– la excepción se convirtió en regla. Y como regla duradera, la excepción hace que todo sea posible.
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